25/10/2025 - Crónica anticipada
El país en vísperas de elecciones: pequeños actos, grandes compromisos

La noche anterior a las legislativas, Argentina se prepara para votar. En casas, escuelas y esquinas, el ejercicio democrático empieza antes de los sobres, boletas y las urnas.


En la cocina de cada local partidario, las viandas esperan apiladas: sandwiches de miga envueltos con delicadeza, termos listos para ser cargados caliente de café con etiquetas que definen las mesas destino, frutas compartidas y algún alfajor para calmar las horas muertas. Mañana será domingo 26 de octubre, fiesta democrática para disfrutar y celebrar, pero nadie descansa del todo. Se revisan listas, se pregunta quién trae bizcochitos y galletitas, quién se encarga del agua y de los alimentos sin TACC para los compañeros que son celíacos. Nada puede faltar, porque todo es importante.


En otro rincón del país, en el WhatsApp familiar de una de las presidente de mesa, los mensajes se mezclan: “¿Dejaste la comida hecha?” “Acordate de llevar el DNI.” “No te olvides de pasar por la escuela antes de las ocho.” Organizar el día para no faltar a la cita con la democracia requiere de logística doméstica, sacrificio y rutinas alteradas. Hay orgullo y también un poco de nervios, porque el deber cívico no deja de ser una responsabilidad compartida.


Las calles se ven distintas en vísperas electorales. Los grupos de amigos conversan sobre la Boleta Única de Papel (BUP). Los abuelos, inquietos pero decididos, llaman a los nietos, preguntando por video cómo marcar sin errores, cómo doblar la boleta, qué hacer si se equivocan. No quieren arriesgar su voto, ese que sienten como el último gesto de pertenencia a una historia de conquistas.


En redes y en charlas breves, se filtra una cierta mala predisposición: “Otra vez elegir... y para qué.” “No sé si voy a ir.” Pero el compromiso pesa más. Argentina sabe, aunque proteste, que el derecho a votar es demasiado caro como para dejarlo pasar por cansancio o fastidio. Por eso, incluso quienes resisten se preparan; aunque vayan con desgano, irán.


Las escuelas, a esta hora, despiden el perfume a pizarrón, borradores y la espera de urnas vacías que pronto se llenarán, con una marcada cuota de esperanza en cada voto. Los porteros preparan los salones en silencio, las listas se imprimen, los sobres se apilan con prolijidad escolar. Todo está listo para la fiesta cívica, aunque los protagonistas aún estén en casa, preparando viandas, discutiendo en familia, preguntando, dudando y soñando con el futuro.


En un departamento donde el silencio se mezcla con los sones tímidos de una cuna por armar, una mujer embarazada revisa por última vez el bolso destinado al hospital. El DNI descansa junto a los pañales y una mantita tejida por su abuela, símbolo de la certeza y la incertidumbre. Sabe que en cualquier momento Esther, su hija, puede decidir la llegada; se pregunta si el reloj de la vida le regalará esas horas para cruzar el umbral y votar, para dejar escrita—en sobre y en acto—una promesa de futuro. Su mamá la acompaña, no solo como ayuda sino como legado: “Hoy voto por las dos”, le dice, con esa ternura sencilla que sostiene familias y países. En sus ojos, se adivina un fulgor: algo grande está por empezar, una señal de esperanza para la Argentina que las verá nacer. Votar también es eso: sembrar la fe en un país que merece siempre una oportunidad.


En la madrugada del domingo, mientras la ciudad duerme y el termómetro marca promesas de primavera, un joven periodista acomoda su credencial y la libreta de notas junto al celular cargado, con otro de respaldo. No olvida su micrófono, luz y trípode.No sabe si usará todo pero prefiere estar preparado. Siente el pulso de la expectativa: le encomendaron cubrir el voto de uno de los candidatos, pero su intuición le dice que la historia grande está tejida de gestos pequeños. Planea llegar temprano, mezclarse entre la gente, buscar la emoción en los ojos de quien vota por primera vez o en la firme decisión de la abuela de 92 años que, bastón en mano, desafía al tiempo y a los años por depositar su voto. Sabe que debe estar atento más allá del atril de las figuras públicas: los efectivos de seguridad conversan con vecinos, los fiscales se saludan entre cafés, los custodios de las urnas vigilan —no solo el papel, sino el derecho— con una seriedad discreta. El periodista siente la presión, sí, pero sobre todo el privilegio de ser testigo de una trama colectiva, donde la noticia no está solo en los números, sino en la emoción urgente y callada que recorre cada escuela, cada mesa, cada vida.


Cuando amanezca y los primeros destellos del domingo electoral pinten de oro las veredas y los patios de la ciudad, y se mire al cielo y se vea los colores de la bandera trazados al natural, el país respirará hondo. Sobre cada pupitre y cada urna, los sueños y los miedos se mezclarán en el aire tibio, como si la esperanza se filtrara por los ventanales. Una anciana apurará el paso, una madre embarazada llevará consigo dos corazones, un periodista buscará historias y un fiscal compartirá café. La democracia, frágil y poderosa, volverá a bailar la danza sencilla de la participación.


Será entonces, cuando la luz caiga sobre manos temblorosas y decididas, que Argentina confirmará que siempre hay otro comienzo. Que votar no es solo elegir, sino reunirnos bajo el mismo cielo, confiando en que, entre dudas y certezas, el porvenir vale la pena. El domingo traerá consigo esa promesa renovada: la de un país que, aun en sus silencios y demoras, sigue eligiendo la vida y la esperanza.




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